Apolo es el representante del equilibrio, de la forma armoniosa y bella, del control, la serenidad y la mesura. Es el oráculo, el que ve más allá, la certeza, la verdad. Es el que crea los contornos y los define, el que construye, concentra y da unidad. Su luz –Apolo es el Sol- irradia el camino hacia el conocimiento de uno mismo, evita que el hombre se fragmente y lo llena de lucidez, de intelecto, de comprensión, de ciencia, de sobriedad. Apolo es el triunfo de la razón sobre los instintos, de la mente sobre la locura. Desde el punto de vista fisiológico, Apolo representa el sueño, pues sólo en ese mundo imaginario es posible encontrar la verdad bajo una bella apariencia.
Dionisos (o Dioniso) representa el caos, el ocaso de la forma en múltiples fragmentos, el descontrol, la desmesura. De niño fue despedazado en jirones y vuelto a armar, con que la disgregación de toda unidad forma parte de su naturaleza. Desde entonces, ha viajado por el mundo sembrando la locura y descuartizando cuerpos en ritos orgiásticos. En su reino sólo hay lugar para el instinto, la fuerza sexual, extática, natural e incomprensible. Ha sido niño y niña, también carnero, toro, león y pantera, porque Dionisos es el triunfo de la pluralidad en uno mismo, de la alienación. Fisiológicamente, Dionisos es la embriaguez, porque sólo en ese estado es genuina la fragmentación de la persona.
El Hombre, cada uno de nosotros, convive con la influencia de estas divinidades. Día a día Apolo y Dionisos nos hablan, nos incitan, nos invitan a sus mundos opuestos, nos seducen con sus placeres, invocan nuestra fidelidad. La sabiduría del pueblo griego consistió en armonizar esas dos influencias; ellos supieron que favorecer a un dios en detrimento del otro es imposible, porque ninguno sabría existir sin la inquietante proximidad del otro.